Mark Myslín :: Academic :: “Armonía sin luz”: realidad y percepción en Nada de Carmen Laforet a través de la luz y el color

Mark Myslín Mark Myslin
Prof. Silvia Bermúdez
Español 110D
4 diciembre 2008

“Armonía sin luz”: realidad y percepción en Nada de Carmen Laforet a través de la luz y el color

La luz y el color tienen una presencia y función prominente en Nada, la novela escrita por Carmen Laforet en la Barcelona de posguerra y ambientada bajo la sombra de la dictadura de Francisco Franco. Se destaca en Nada un enfoque estilístico en la luz y el color que es consciente e insistente, perceptible tanto en los niveles sintácticos y semánticos más básicos como en las vistas ricas y sentimentales que impregnan la novela. La visión de Barcelona comunicada por estas técnicas es decididamente sombría: predominan el negro y los colores de baja saturación, y la luz es, muchas veces, escasa, grisácea y triste. La luz y el color también ofrecen una ventana al mundo interior de Ándrea, quien algunas veces invoca el color metafóricamente para relatar sus memorias e impresiones. En Nada, el uso constante y explícito de la luz y el color sirve para ilustrar no sólo la sombría realidad de Barcelona de posguerra sino también, en cierto sentido, cómo la interpreta la protagonista.

Nada emplea una extensa gama de técnicas específicas que establecen y refuerzan la importancia del sentido de la vista, parte fundamental del cual son la luz y el color. El epígrafe que abre la novela, tomado del poema “Nada” de Juan Ramón Jiménez, propone, brevemente, una relación entre los sentidos físicos, la percepción, y la verdad. Entre las sensaciones que se enumeran que “nos parecen que son / La verdad no sospechada” es “una rara luz”—una indicación in utero de la importancia del sentido de la vista a lo largo de la novela (9). El tercer párrafo del primer capítulo, que lista las primeras impresiones de Barcelona de Ándrea, parece confirmar esta conexión: el asíndeton de “el olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes” se destaca como la primera estructura sintáctica no convencional en la novela, y su ritmo es un eco de el de “Nada” (13). La narradora continua diciendo que esas sensaciones concretas—o bien, realidades aparentemente fijas—“envolvía[n] todas [sus] impresiones”. De esta manera, la novela establece, antes de empezar, la importancia del sentido de la vista, especialmente con respeto a su relación con la realidad y con la percepción de Ándrea.

Además del epígrafe, la sintaxis y la puntuación de Nada refuerzan el énfasis en la luz y el color. Las invocaciones frecuentes del negro ejemplifican varias de estas técnicas. Una de las más simples pero notables es el aislamiento de un término cromático en una frase adjetival aparte, separada por comas. Por ejemplo, Ándrea mira la pistola de Román “relucir en sus manos, negra, cuidadosamente engrasada” (30). Esta técnica fuerza una sutil ruptura rítmica y visual a nivel sintáctico, confiriéndoles un aire de ser consecuenciales a palabras cromáticas que de otra manera parecerían meramente incidentales. Otra técnica parecida consiste en usar guiones, que dan un efecto aun más dramático, como en “la ola, que parada—negra—un momento [...]” (242). Aquí la pausa de la ola se refleja en la pausa prosódica, y hecho de que el vacío temporal se llena completamente de negro le da una gravedad especial al color. Además de aislar los términos cromáticos para enfatizarlos, algunas veces la narradora los coloca al principio de una frase adjetival, como en “negro también el animal, como una prolongación de[l luto de Antonia]”, que da el efecto de teñir y subordinar el resto de la frase en función del color (17). Estas elecciones sintácticas y puntuacionales contribuyen, de una manera textualmente concreta y muy perceptible, al enfoque insistente en la luz y el color en Nada.

Se refuerza este enfoque a nivel léxico. Al describir visualmente los escenarios en la novela, a veces la narradora describe el elemento cromático usando la palabra color misma explícitamente. Por ejemplo, el uso de color para describir la rojez del agua en el crepúsculo en la construcción “el agua tomaba un color rojo”—cuando se podría describir el mismo estado de eventos más eficientemente diciendo, por ejemplo, “el agua se volvió rojo”, sin la palabra color—le da un énfasis especifico al aspecto cromático de la escena (199). La palabra color también aparece en descripciones de mezclas de colores o espectros de colores, como en la descripción del cielo como “manchado y revuelto con colores amarillos y pardos” (270) o cambiando sus “colores lisos [...] a roja sangre, oro, amatista” (203). Esta invocación tan insistente de las interacciones cromáticas crea el efecto de que la narradora escoja palabras de colores de una paleta tan cuidadosamente y explícitamente como si pintara un cuadro. Otra técnica, ésta a nivel semántico, es la metonimia. Varias entidades en Nada son referidas exclusivamente por uno de sus características de color o luz: la narradora describe los bosques alrededor de Barcelona como “lo verde [que] la envolvía” (165), y dice que Juan “se lanzó a las luces de las Ramblas” (178, énfasis mío) para significar “las Ramblas”. De esta manera, se nota el enfoque en la luz y el color tanto a nivel léxico y semántico como sintáctico y puntuacional.

Finalmente, Nada llama la atención sutilmente a la luz y el color a través de las breves observaciones casi poéticas que aparecen distribuidas incidentalmente a lo largo de la novela. Las descripciones de la textura y el movimiento de la luz son especialmente ricas. Al referirse a “un río de luces [que corre] calle Palayo abajo” (176) o a “chorros de luz [que] se trenzarían” (78), se le atribuye una consistencia y una dinámica física pero metafórica a la luz. La luz de las velas también se prestan bien a esta clase reflexiva de descripción. Una llama de vela que está “llena de inquietudes”, por ejemplo, parece tener su propio forma de vida sutil y misterioso (148). Este sentido de misterio también aparece cuando se describen los rayos de luz de las estrellas como “luminosos hilos impalpables del mundo sideral” (216) o cuando se invoca “una luz blanca [que] iluminaba mágicamente las ramas” de un árbol” (176). Esta manera tan refinada y muchas veces metafórica de describir la luz a lo largo de Nada, considerada con las ya mencionadas técnicas lingüísticas concretas, contribuyen a un enfoque estético en la luz y el color que se mantiene consistente e inconfundible en toda la novela.

El mundo exterior creado por todas estas técnicas es, por lo general, sombrío y tenebroso, y al parecer casi monocromático—una impresión infinitamente compatible con la gris realidad de la posguerra que envolvía Barcelona en la década de los cuarenta. De las aproximadamente cien ocurrencias de palabras de colores explícitas en la novela (y sus formas derivados, como negrura en el caso de negro), la mitad carece de pigmento: se invoca negro veintisiete veces, gris trece veces, blanco trece veces, y blanquinegro una vez. Amarillo representa aproximadamente un diez por ciento de las palabras de colores, y por lo general sirve de contraste describiendo la luz de los faroles en las escenas oscuras. Los demás colores básicos son distribuidos más o menos por partes iguales. La Barcelona pintada con esta paleta reducida tiene una seriedad industrial y oscura: es una ciudad marcada por “la sombría potencia de las fábricas a las que se arrimaban altas casas de pisos, ennegrecidas por el humo” (140). La distribución general del color en Nada, entonces, corresponde con la lóbrega realidad del tiempo y espacio de la narración.

El tratamiento de las luces—particularmente las lámparas y los faroles—también contribuye al atmósfera sombrío del espacio exterior de la novela. En casi la mitad de los diecinueve veces que se mencionan luces externas, se asocian explícitamente con la tristeza, muchas veces usando la palabra triste misma. La narradora describe las “luces siempre tristes” de Barcelona en el tercer párrafo—la primera mención del sentido de la vista en la novela—como parte de sus impresiones de la ciudad (13). Luego conecta la tristeza de la luz de los faroles con el estado de posguerra en Barcelona al describir las “casas viejas que la guerra había convertido en ruinas, iluminadas por faroles” (119). También les asigna a las luces un tipo de tristeza especifica y humana, como si fueran seres vivos, al hablar de “faroles como centinelas borrachos de la soledad” (14). Esta soledad se relaciona con el esparcimiento de las luces que se menciona regularmente—por ejemplo, en “las débiles luces amarillentas diseminadas de cuando en cuando”—que crea un efecto de luz débil y ahogada por la oscuridad (177). La narradora también extiende esta impresión de luces esparcidas a sus familiares: le parecen “alargadas, sombrías, quietas, y tristes, como luces de un velatorio público”—una notable despersonificación, teniendo en cuenta la personificación de los faroles (17). Las lámparas y faroles en Nada, como la paleta apagada que se usa, forman un elemento constante del ambiente sombrío que informa la novela.

Ningún espacio capta esa atmósfera oscura e inquietante más dramáticamente que la casa de los familiares de Ándrea en la calle de Aribau. Las páginas en que Ándrea relata sus primeras impresiones de la casa casi parecen establecer el escenario de una película de horror, con una paleta verdosa y espeluznante: en los dos primeros capítulos del libro, de las trece palabras de colores siete son negro y cuatro son verde. La persona que abre la puerta es “una mancha blanquinegra de una viejecita decrepita” que tiene la cara “como una calavera a la luz de la única bombilla de la lámpara” (16). Las paredes ofrecen telarañas y un cuadro macabro sobre fondo negro. Hasta la criada, que se viste de negro, tiene la dentadura verdosa. Como si esto no bastara, la narradora inyecta una exclamación parentético en medio de una frase para reforzar la impresión: “¡qué luces macilentas, verdosas, había en toda la casa!” (19) Un rasgo de la casa emblemático de su oscuridad y al cual se hace referencia a lo largo de la novela son los muebles sobrantes que, colocados unos sobre otros, llenan y ensombrecen la casa. Forman un “fondo oscuro” constante (15) y se llenan de “palpitaciones y profunda vida” a la luz de una vela (20), y en cierto momento la narradora habla de “aquella fantasía de muebles” (78), reforzando la impresión inquietante y casi irreal de una casa tan enfáticamente oscura y lóbrega. Finalmente, la casa no sólo carece de luz, sino que la luz es notablemente incongruente: la abuela, al aventurarse afuera, parece una “arrugada pasa” con su abrigo negro a la fuerte luz del sol, como si la casa fuera una cueva cuyos habitantes nativos no soportaran bien la exposición a la luz (72). La casa en la calle de Aribau, con su luz sombría y verdosa, su oscura disposición de muebles sobrantes, y su repulsión a la luz natural, forma el espacio más emblemático del atmósfera lóbrego que impregna la novela.

Además de su función importante de escenario, el uso de la luz y el color en Nada contribuye a la caracterización. Gloria y Ena generalmente aparecen asociadas con la luz y los tonos claros: Gloria, objeto de la fascinación de Ándrea, es “bella y blanca entre la fealdad” de su ambiente (38), y Ena, admirada consistentemente por Ándrea, le imparte “chorros de luz” a su vida (142). Pero quizás más interesantes y más ricamente descritos en términos de luz y color son los otros habitantes de la casa en la calle Aribau. Se establece como característica central de los residentes un aspecto “consumido por ayunos largos, por la falta de luz” cuando la narradora dice que este atributo le da un “aire de familia” al gato (24). La tía Angustias responde bien a esa descripción: se viste, por lo general, de colores oscuros o de baja saturación, que parecen corresponder a su disposición autoritativa: su guardapolvo verde y fieltro marrón le dan “un aire guerrero” (34), y en cierto momento le tapa la luz a Ándrea “la sola visión de su larga figura”, como si representara una fuerza activamente repelente a la luz (100). Román también se asocia con colores oscuros, sobretodo el negro, que le da un aire sofisticado y taimado: su cuarto ofrece muebles negros y un ambiente oscuro a la luz de las velas que le sirve para “hechizar” con su música (168). La narradora señala “sus blancos dientes bajo el bigotillo negro” cuando se ríe, colocándole perfectamente dentro del mundo blanquinegro que le rodea (92). Las descripciones de Román también ofrecen una presencia amplia del rojo. La narradora describe, detalladamente, la manera en que “[se pasa] la lengua por los labios rojos” (109), dándole un aire casi de animal o depredador, ya que la lengua roja del perro Trueno se describe de la misma manera (65), y la única otra mención de una boca roja es igualmente primitiva: los labios de la estatua de Venus en el parque de Montjuich pintados de rojo “groseramente”, repugnando a Ándrea (145). El rojo también contribuye al aire siniestro de Román cuando Andrea, en un momento en que está incómoda por los comentarios de Román, ve “entre las sombras su cara iluminada por un resplandor rojizo y su singular sonrisa” (87). De esta manera, la luz y el color reflejan, sutilmente, los rasgos fundamentales de algunos de los personajes.

El uso de la luz y el color, sin embargo, no sólo sirve para pintar el mundo externo de Nada, contribuyendo ampliamente al escenario y a la caracterización, sino que también ofrece un breve vistazo al mundo interior de Ándrea. A nivel muy básico, es notable que asigna propiedades táctiles a ciertos colores, y, a la inversa, asigna cualidades cromáticas a ciertas sensaciones que no se pueden ver. Se le añade textura y sensación al color al hablar de un “espeso verdor” de plántanos (14), de la “suave negrura” de las estrellas (20), o del “verde durísimo” de las hojas de un árbol (220). Quizás aun más revelador del pensamiento de Ándrea, sin embargo, son los colores que escoge para describir las entidades que apelan a los otros cuatro sentidos. La descripción de un soplo de viento que viene del mar como “gris y ardiente” parece destacar el carácter frío y serio del viento (255), mientras que el “olor a verde” que dan los árboles llama un aire de frescura y vida (270). La narradora habla del “aliento tibio y rosado” de la noche después de una fiesta con sus amigos artistas, una imagen que, con su sentido brillante y vivo, capta cromáticamente el sentimiento vigorizado y entusiasmado que describe al salir de la fiesta (195). Esta forma de mezclar sentidos y colores y sus resultantes imágenes innovadoras indican la importancia y capacidad trascendental del color en la percepción de Ándrea.

La luz y el color también aluden a la auto-percepción de Ándrea. Se ve en el espejo en tonos monocromáticos más que nada. El baile de Pons, por ejemplo, es un momento en que se ve “blanca y gris, deslucida entre los alegres trajes”, una imagen que contribuye a su sentido de inquietud e incongruencia en el baile (221). Otro ejemplo que se destaca ocurre una noche que pasa en su habitación “llena de un color de seda gris” y se reconoce en el espejo como una “larga sombra blanca”—una imagen paradójica pero que capta cierta solemnidad enigmática (216). La tendencia de Ándrea de percibirse blanca y gris—y no en tonos diversos y de colores, como percibe a los demás invitados en el baile—parece reforzar un sentido del individualismo y una manera de ver el mundo contemplativa y sutil.

La memoria de Ándrea también está informada, a cierto punto, en función de la luz y el color. Las imágenes y sensaciones que abren el capítulo dieciocho—que es el primer momento en que la narradora habla acerca de sus memorias explícitamente, reflexivamente, en tiempo presente—clasifican diferentes etapas de la memoria de Ándrea en términos cromáticos. La primera etapa de su estancia en la casa en la calle Aribau se asocia con colores oscuros: las primeras noches, las noches otoñales, se describen “[corriendo] como un río negro” (215). Cuando da un salto temporal adelante al verano, las imágenes que se evocan en su memoria cambian de oscuras a brillantes, blancas y doradas. Las noches de verano se asocian en la memoria de Ándrea con el “dorado zumo de luna” y el olor de nereidas con sus “blancos espaldas” y “cola[s] de oro”, un contraste total con la negrura de la etapa otoñal de su memoria (215). Otra conexión entre el tiempo y el color en la mente de Ándrea viene casi al final de la novela: no es sino hasta que “el verano se [va] poniendo dorado y rojizo en septiembre” que acepta que Román se ha muerto (287). El color, entonces, se conecta con la percepción temporal de Ándrea, y es parte de su manera de clasificar las etapas de su memoria.

La luz y el color también informan algunas de las sensaciones de Ándrea a nivel de la imaginación y la impresión. Cuando Gerardo le besa por segunda vez, Ándrea tiene “la sensación absurda de que [le corren] sombras por la cara”, una impresión mental informado por la luz pero que no se conecta con ninguna realidad concreta explícitamente mencionada (146). La noche en que está buscando a Juan por la ciudad, le “parec[e]” que algunas calles tenían, “diluido en la oscuridad, un vaho rojizo”, y otras, “una luz azulina...” (179, puntos suspensivos originales). Esta descripción nebulosa e informada por la impresión tampoco tiene correspondencia real señalada por el texto y los puntos suspensivos añaden a esta ambigüedad, y es posible que la sensación cromática sólo existe, nebulosamente, en la mente de Ándrea. Estas impresiones aumentan en riqueza cuando Ándrea tiene fiebre. Los muebles en la luz grisácea le parecen “más tristes, monstruosos y negros” cuando está enferma, indicando la existencia de un vínculo entre sus impresiones cromáticas y su estado de mente (56).

Algunas de las primeras expectativas e impresiones que tiene Ándrea de Barcelona resultan ser falsos, y parte de su desilusión se describe en términos de la luz y del color. En las primeras páginas la narradora habla de las galerías que, en alguna imagen convencional y prototípica, “dan tanta luz a las casas barcelonesas” (20), pero muy pronto se da cuenta de que esa imagen brillante no es la realidad que va a vivir ella: el recibidor de la casa en la calle Aribau es “sombrío y cargado” (25). A primera vista describe, emocionada, la ciudad como “llen[a] de luz a toda hora, como yo quería que estuviese” (14) pero entonces ve que todo ese resplandor es “pálido y falso” (21) y que las luces son “menos brillantes [...] de lo que había imaginado” (34). Lo real, descubre, es muchas veces gris y sin brillo. “Todo sigue, se hace gris, se arruina viviendo”, reflexiona la narradora cuando Román y Gloria vuelven a pelearse después de un hiato (251). En este sentido el mundo de Nada es gris y oscuro no sólo físicamente sino metafóricamente. De esta manera la desilusión de Ándrea está reflejado en la luz y el color que se usan en la novela.

Aunque por esta razón la luz y el color de Nada no caben en un una concepción convencional de la belleza, Ándrea se refugia en ellos y deja que su poder estético le penetre. Tiene un deseo de sentir belleza, aunque sea en el mundo imperfecto y gris en que vive, y las luces y los colores que le rodean, aunque apagados y pálidos, le ofrecen inspiración. Una noche después de salir de la casa de Ena, Ándrea siente “ganas de escapar lo que [le] rodeaba”, y no sabe

si tenía necesidad de respirar el viento negro del mar o de sentir las oleadas de luces de los anuncios de colores que teñían con sus focos el ambiente del centro de la ciudad. Aún no estaba segura de lo que podría calmar mejor aquella casi angustiosa sed de belleza (116).

Continua maravillando en los edificios “bañados en sombras, argentados por la luz estelar sobre las llamas blancas de los faroles” (116) y se fija en “el baile de luces que hacían los faroles contra [los] mil rincones [de la Catedral], volviéndolos románticos y tenebrosos” (117). Finalmente,

una fuerza más grande que la que el vino y la música habían puesto en mi vino al mirar el gran corro de sombras de piedra fervorosa [...]. Dejé que aquel profundo hechizo de las formas me penetrara durante unos minutos. (118) .

De esta manera Ándrea trata de satisfacer su sed de belleza, su sed de sentir algo que es mejor que lo que le rodea, viendo la belleza en las fenómenos cotidianos de la luz y del color. Sus momentos más sublimes ocurren no cuando ve lo extravagante, perfecto, y brillante, sino cuando siente una belleza cromática no convencional, una belleza que es áspera y gris. Siente que la ciudad, con sus vapores rojizos, tiene “una belleza sofocante, un poco triste” (203). Se queda maravillada por el cielo “casi negro de azul, pesado, amenazador” porque hay “algo aterrador en la magnificencia clásica de aquel cielo” (226). La belleza que Ándrea encuentra en la luz y el color de Nada es, en cierto sentido, como la emoción que la música de Román le hace sentir: es “angustia armonía sin luz”, una armonía que es oscura y gris (43). Aunque muchas veces en Nada—por lo menos superficialmente—los colores claros y la luz brillante se asocian con una fuerza positiva, y lo oscuro se asocia con lo deprimente y una falta de esperanza, el sentido de la belleza de Andrea es más complejo que una simple distinción binaria, blanquinegra, y le permite percibir cierta belleza en lo sombrío y apagado. La luz y el color en Nada, entonces, revelan un poco sobre la percepción de Ándrea con respeto a su sentido de la belleza independiente e innovador.

El uso enfático de la luz y el color penetra casi cada nivel de Nada, desde los muy básicos bloques lingüísticos como la sintaxis y la puntuación a lo largo de la novela, hasta los momentos más pensativos e íntimos del mundo interior de Ándrea. Este enfoque en la luz y el color no sólo forma una parte importante del mundo visual de la novela, sino también enriquece y añade dimensiones a la función de todos los cinco sentidos que se establecen como parte fundamental de Nada en el epígrafe tomado del poema del mismo título. Un efecto importante del uso de la luz y el color es pintar un mundo sombrío y gris tanto a nivel del escenario de la novela como de la caracterización, un mundo que capta y refleja la Barcelona de la posguerra bajo el poder de Francisco Franco en los años cuarenta. El efecto quizás más interesante de este uso de la luz y de el color, sin embargo, es la manera en que ofrece vistazos breves en la percepción y el sentido de la belleza de Ándrea, gracias a su técnica de describir algunos de sus impresiones y sentimientos en términos de la luz y el color. Nada emplea la luz y el color no sólo para crear un mundo externo sensual y sentimental, sino también para comunicar sutilmente cómo lo interpreta Ándrea.